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Dios en campaña: la instrumentalización de lo sagrado por lo político

  • Foto del escritor: bolfrangodoy
    bolfrangodoy
  • 5 ago
  • 6 Min. de lectura
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La relación entre lo religioso y lo político siempre ha sido compleja, ambigua y, en muchas ocasiones, peligrosa. Desde los antiguos imperios teocráticos hasta las democracias modernas, el nombre de Dios ha sido invocado para justificar causas, validar líderes o incluso declarar guerras. En América Latina, esta dinámica ha alcanzado niveles alarmantes, donde la política ya no solo busca el voto del pueblo, sino también la bendición del púlpito. En cada campaña electoral emergen líderes religiosos, autoproclamados profetas y feligresías fervorosas que aseguran que “su” partido tiene el respaldo del cielo. Este fenómeno, más que espiritual, responde a una lógica de poder. La Escritura nos advierte contra este uso vano del nombre de Dios: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20:7), y sin embargo, muchos lo hacen con fines ideológicos.

Teología política y secularización


Carl Schmitt explicó que los conceptos clave de la política moderna —como soberanía, autoridad y redención— son en realidad conceptos teológicos secularizados. En nuestros días, este proceso se invierte: lo político vuelve a apropiarse del lenguaje religioso, pero no para sacralizar la justicia, sino para manipular la fe como un sello de legitimación electoral. Esta inversión pervierte el llamado bíblico a discernir entre lo sagrado y lo profano (Ezequiel 22:26).


La crítica nietzscheana a la religión domesticada


Nietzsche, en El Anticristo, denunció cómo el cristianismo institucional había dejado de ser un mensaje transformador para convertirse en un sistema de poder cómodo y servil. Habló del “Dios domesticado”, una figura sin trascendencia, adaptada a las necesidades humanas. En el contexto político actual, ese Dios domesticado es el que aparece en las campañas: un Dios que respalda agendas partidistas, pero que no exige arrepentimiento, ni justicia, ni verdad. El profeta Isaías ya había advertido contra quienes “llaman a lo malo bueno, y a lo bueno malo” (Isaías 5:20), tergiversando la verdad para encajarla en sus propios fines.

Falacias comunes y manipulación religiosa


La política, como campo de retórica y poder, sabe apelar a emociones más que a razones. Cuando se introduce la religión en ese juego, surgen falacias que distorsionan la fe:


  • Falacia ad verecundiam religiosa: “Este pastor dice que el candidato X es enviado por Dios, por lo tanto, debemos creerlo.” Aquí, la autoridad espiritual se convierte en argumento de verdad, aunque esté profundamente sesgada. Sin embargo, la Biblia enseña a probar los espíritus (1 Juan 4:1), no a creer ciegamente a cualquiera que hable en nombre de Dios.

  • Falsa dicotomía: “Si no votas por este candidato, estás en contra de Dios.” Como si solo existieran dos caminos: el de Dios y el del infierno... y el de Dios, casualmente, es el del partido en cuestión. Esta retórica manipula la libertad cristiana, olvidando que “el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17).

  • Apelación a las emociones (pathos religioso): se usan versículos bíblicos fuera de contexto, se cita a profetas autoproclamados, se hace uso del lenguaje escatológico (tiempos finales, batalla espiritual, etc.) para generar miedo o esperanza infundada. Tal actitud es contraria al consejo de Pablo: “Dios no nos ha dado espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).


La consecuencia es una masa religiosa emocionalmente manipulada, incapaz de evaluar propuestas políticas desde la razón crítica, y lista para pelear, dividirse y hasta odiar en nombre del “candidato de Dios”. Esto contradice abiertamente el mandato de Jesús: “Amad a vuestros enemigos” (Mateo 5:44).

El rol profético de la Iglesia


R. C. Sproul recordaba que “la iglesia debe ser la conciencia del Estado”, es decir, una voz crítica, no una sucursal de campaña. La historia bíblica está llena de profetas que denunciaron a reyes y gobiernos, no que los aplaudieron. Elías denunció a Acab (1 Reyes 18), Natán confrontó a David (2 Samuel 12), y Juan el Bautista fue decapitado por criticar a Herodes (Marcos 6:17-29). Cuando la iglesia se casa con el poder, pierde su voz, su autoridad y su fidelidad a Cristo, quien declaró que su Reino no es de este mundo (Juan 18:36).


 “Dios está con nosotros”, dicen los de izquierda. “Dios respalda nuestro partido”, afirman los de derecha. “Dios ha escogido a nuestro candidato”, aseguran los de centro. Y así, Dios es arrastrado —una vez más— al lodo de la contienda política. Pero Dios no es parcial. “Porque no hay acepción de personas para con Dios”.


Vivimos en una época donde la religión ya no se separa del Estado para proteger la política de la fe, sino para proteger la fe de la política. Y sin embargo, muchos sectores políticos han aprendido a usar a Dios como un recurso retórico, como un capital simbólico que otorga legitimidad, confianza, incluso santidad a sus candidatos. Este fenómeno no es nuevo, pero sí cada vez más burdo, más evidente, y peligrosamente eficaz.

Una historia que se repite


La instrumentalización de lo sagrado por lo político tiene antecedentes históricos contundentes. En la Edad Media, el Cesaropapismo bizantino convirtió al emperador en cabeza tanto del imperio como de la iglesia. En la Reforma protestante, algunos príncipes alemanes usaron el movimiento de Lutero para justificar su ruptura con Roma, no por convicción doctrinal, sino por conveniencia política. En América Latina, líderes de derecha han apelado al cristianismo como escudo moral, mientras que dictaduras populistas de izquierda también invocan a Dios y a la Biblia en sus discursos para ganarse al electorado creyente. Ya lo advertía Jesús: “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).


La historia muestra que Dios siempre ha sido útil en campaña, aunque luego sea ignorado en la práctica política. Como dijo G.K. Chesterton, “cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada, sino que creen en cualquier cosa”. Lo contrario también es cierto: cuando creen que Dios es un recurso manipulable, creerán que pueden usarlo para todo.


 

¿Profetas o publicistas?


El verdadero peligro no es que los políticos usen a Dios; eso siempre ha ocurrido. El problema es que la iglesia lo permita. Cuando los púlpitos se convierten en plataformas de campaña, la voz profética se extingue. La iglesia deja de denunciar el pecado para justificarlo, si viene del “bando correcto”. Como advertía Sproul, la iglesia está llamada a ser conciencia del Estado, no su cómplice. Cuando olvida esa vocación, pierde su credibilidad ante el mundo y traiciona el evangelio que dice representar. Jesús dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:13-14). No dijo: “Vosotros sois la propaganda del gobierno”.


¿Cristo o César?


Imaginemos por un momento que Jesús viniera a votar en una elección moderna. Todos los partidos le ofrecerían razones “bíblicas” para que los apoye: unos por su defensa de los pobres, otros por su protección a la familia, otros por su lucha contra el sistema. Pero Cristo, fiel a su palabra, probablemente no votaría por ninguno. O al menos, no sin antes volcar las mesas del templo donde se comercia con el nombre de su Padre. “Mi Reino no es de este mundo” (Juan 18:36), y sin embargo, seguimos intentando coronarlo como jefe de campaña.


En una escena similar, cuando le mostraron una moneda y le preguntaron si era lícito pagar tributo al César, Jesús respondió: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21), dejando clara la distinción entre lo terrenal y lo eterno.


Cuando se mezcla la fe con la política sin discernimiento, no se espiritualiza la política, se politiza la fe. El resultado es un pueblo confundido, una iglesia fragmentada y una verdad distorsionada. No se trata de callar la voz de los creyentes, sino de recuperar una fe que no se arrodille ante el poder. Dios no pertenece a ningún partido, ni responde a campañas electorales. Él es Señor de todos, no siervo de nadie. Y la iglesia, si quiere ser fiel, debe recordar que su lealtad no es al Estado ni a un candidato, sino a un Reino que no pasa (Hebreos 12:28).

 










Nota del Autor

Este artículo no busca desacreditar a personas creyentes comprometidas con su nación ni rechazar la participación ciudadana desde la fe. Su propósito es cuestionar críticamente el uso indebido del nombre de Dios en campañas políticas, y advertir sobre los riesgos de convertir la religión en una herramienta de propaganda ideológica.


En La Llave de la Ciencia, defendemos una fe lúcida, profética y centrada en el carácter de Dios revelado en las Escrituras, no en los intereses de los partidos. Creemos que el cristianismo no debe ser rehén de ninguna ideología, sino sal y luz en medio de toda estructura de poder. Invitamos al lector a pensar con valentía, a discernir con sabiduría, y a no confundir el Reino de Dios con las promesas de los reinos de este mundo.

 
 
 

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