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¿Es la fe cristiana de izquierda o de derecha? Un análisis sin sesgo ideológico

  • Foto del escritor: bolfrangodoy
    bolfrangodoy
  • 15 sept
  • 14 Min. de lectura
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Las ideologías políticas contemporáneas han convertido la religión en un campo de batalla simbólico. Izquierda y derecha no solo disputan votos: disputan narrativas, símbolos y hasta textos sagrados. No es extraño ver a un político citar a Isaías para hablar de justicia social, o a otro leer Romanos 13 para justificar la obediencia civil.


La Escritura, sin embargo, corre el riesgo de ser reducida a un accesorio de campaña. Lo que debería ser Palabra profética se convierte en eslogan. Lo que debería ser una teología sólida se transforma en un bricolaje ideológico, lo que Nietzsche llamaría “una transvaloración de valores”, es decir, usar lo sagrado para fines profanos.


Kierkegaard lo anticipó en el siglo XIX: el cristianismo domesticado por la política se convierte en una caricatura. Lo que debería escandalizar al mundo termina aplaudiendo al poder. Por eso, la pregunta es ineludible: ¿el cristianismo es de izquierda o de derecha, o es radicalmente distinto?

Política y religión en tensión

Desde los albores del pensamiento occidental, la política y la religión han coexistido en un delicado equilibrio de cooperación y conflicto. Aristóteles, en su Política, entendía la vida en comunidad como un proyecto orientado hacia el bien supremo (to koinón agathón), donde el ciudadano encuentra su plenitud en la polis. En contraste, Agustín de Hipona, en La Ciudad de Dios, sostenía que el verdadero fin del ser humano no se halla en la organización terrenal, sino en la unión del alma con Dios, el summum bonum.


Aquí emerge la tensión: la política busca justicia en lo temporal, mientras la religión orienta hacia lo eterno. Cuando ambas esferas se cruzan, aparece la gran pregunta que atraviesa siglos: ¿debe la fe ser utilizada como instrumento de legitimación política, o la política debe someterse al juicio moral de la fe?


La historia nos ofrece ejemplos dramáticos de esta tensión. El Imperio Romano convirtió al cristianismo en religión oficial, fusionando altar y trono, pero también instrumentalizándolo para mantener el poder. En la Edad Media, la Iglesia reclamó autoridad sobre los reyes, mientras que en la modernidad, tras la Ilustración, el péndulo osciló hacia el secularismo, buscando una política emancipada de toda referencia teológica.


El dilema no ha desaparecido. En las democracias contemporáneas todavía resuena la cuestión: ¿puede la fe inspirar principios de justicia, dignidad y solidaridad sin caer en teocracia? ¿O, al contrario, la política debe blindarse de la religión para garantizar la pluralidad y la libertad de conciencia?


La tensión, lejos de ser un accidente, parece inherente a la condición humana: el ser humano es animal político, pero también animal religioso. Quiere organizar su ciudad y al mismo tiempo anhela trascenderla. Entre Aristóteles y Agustín se abre un espacio de debate que sigue vivo hoy: ¿cómo vivir en la polis sin olvidar la civitas Dei?


Constantino y el cristianismo imperial

El Edicto de Milán, promulgado en el año 313 por Constantino y Licinio, fue un hito en la historia de Occidente: por primera vez se reconocía la libertad de los cristianos tras siglos de persecución. La fe que había sobrevivido en las sombras de las catacumbas podía ahora levantar templos a la luz del día. Pero esta conquista trajo consigo una paradoja decisiva: el cristianismo que había nacido como contracultura frente al imperio se convirtió en religión favorecida por el poder imperial.


De perseguidos pasaron, en pocos decenios, a ocupar lugares de privilegio. Los mismos que habían proclamado que “mi Reino no es de este mundo” comenzaron a bendecir cetros y ejércitos. Lo que antes era un movimiento profético que confrontaba los ídolos del poder terminó, en ocasiones, legitimándolos. La cruz, que había sido símbolo de martirio y esperanza escatológica, empezó a ondear en estandartes militares.


Este giro ilustra una tensión siempre latente: la política puede proteger a la fe, darle visibilidad y estabilidad institucional, pero al mismo tiempo puede deformarla, domesticarla y convertirla en instrumento ideológico. En el caso del cristianismo imperial, la ganancia de influencia se acompañó de la pérdida de radicalidad profética. El cristianismo dejó de ser visto como “la sal de la tierra” para convertirse, a menudo, en un engranaje más de la maquinaria estatal.


La paradoja de Constantino sigue viva hoy: cada vez que la religión busca poder político corre el riesgo de perder su voz crítica; cada vez que el Estado instrumentaliza la religión corre el riesgo de vaciarla de su sustancia espiritual. La pregunta entonces no es solo histórica, sino actual: ¿qué ocurre cuando la cruz se confunde con el cetro, y la fe deja de ser fermento para convertirse en adorno del poder?


Edad Media: luz y sombra

La Edad Media fue un tiempo de contrastes donde la fe cristiana marcó profundamente la vida cultural y política de Europa. De su seno nacieron instituciones que hoy damos por sentadas: las primeras universidades, que buscaron unir la razón con la fe; los hospitales, que respondían al mandato evangélico de cuidar al enfermo; y los refugios para huérfanos y peregrinos, expresiones concretas de la caridad cristiana. En este sentido, la Iglesia se convirtió en madre de la cultura occidental.


Pero la misma fe que inspiraba compasión también fue invocada para justificar violencia. Bajo el estandarte de la cruz se lanzaron cruzadas sangrientas y se erigió la Inquisición, con hogueras que pretendían purificar en nombre de la verdad. La fe se volvió espada tanto como bálsamo, capaz de sanar cuerpos y almas, pero también de herir cuando fue instrumentalizada por intereses políticos y religiosos.


Este contraste muestra una verdad incómoda: el cristianismo en la historia no ha sido un bloque uniforme de bondad o maldad, sino un terreno de disputa sobre el sentido de la fe. Mientras unos veían en el evangelio un llamado al servicio humilde, otros lo usaban como justificación de poder y control.


La Edad Media, con sus luces y sombras, sigue siendo un espejo para nuestro tiempo. Nos recuerda que la fe puede engendrar instituciones de vida y esperanza, pero también puede ser deformada hasta legitimar la violencia. El dilema permanece: ¿será la fe bálsamo que cura o espada que hiere?


Modernidad y secularización

La llegada de la Ilustración inauguró un giro radical en la relación entre política y religión. La fe, que durante siglos había estructurado el orden social y legitimado la autoridad, fue confinada progresivamente al ámbito privado. La razón, la ciencia y el contrato social pasaron a ocupar el lugar de árbitros en la vida pública.


Rousseau intentó un equilibrio con su propuesta de “religión civil”: un conjunto mínimo de creencias compartidas —Dios, el alma, la justicia— que aseguraran la cohesión social sin necesidad de una confesión particular. Pero otros pensadores fueron más críticos. Marx vio en la religión no un cemento social sino un mecanismo de dominación, un “opio del pueblo” que adormecía las conciencias frente a la injusticia. Nietzsche llevó la crítica al extremo al anunciar la “muerte de Dios”, proclamando que las categorías tradicionales de sentido y moral se habían derrumbado con él.


En este marco, la política ya no solo instrumentaliza la religión como en el pasado, sino que la reemplaza: el Estado, la nación o la revolución asumen funciones cuasi-sagradas. Los ideales modernos —progreso, libertad, igualdad— empiezan a funcionar como dogmas seculares, con sus propios credos y mártires.


La modernidad, al emanciparse de la fe, no eliminó la dimensión religiosa del ser humano, sino que la transfiguró. Allí donde se desterró a Dios, surgieron nuevas formas de sacralidad política. La gran pregunta queda abierta: ¿puede una sociedad vivir de símbolos seculares sin generar, tarde o temprano, nuevos dioses disfrazados de ideologías?

 

 

 

Teología de la Liberación y Nueva Derecha Cristiana

En el siglo XX, el cristianismo volvió a situarse en el centro del debate político. En América Latina, Gustavo Gutiérrez publicó en 1971 Teología de la liberación, que ofrecía una lectura profética del evangelio desde la realidad de los pobres y oprimidos. Su propuesta buscaba mostrar a un Cristo comprometido con la justicia social, pero en muchos casos se contaminó de categorías marxistas que redujeron la fe a un proyecto revolucionario. El riesgo fue claro: transformar el evangelio en ideología y confundir la salvación con un programa político.


Mientras tanto, en Estados Unidos surgió la llamada Christian Right (Nueva Derecha Cristiana), un movimiento que pretendía rescatar valores morales frente al avance del secularismo. Su impulso inicial estaba motivado por una legítima preocupación ética, pero pronto derivó en un nacionalismo religioso donde la Biblia fue entrelazada con la Constitución y el evangelio confundido con una agenda partidista.


Ambos casos revelan una trampa común: la falacia de la falsa dicotomía. Se asume que la Iglesia debe escoger entre ser de izquierda o de derecha, como si el Reino de Dios se redujera a las categorías de la política humana. Pero la misión de la Iglesia es más amplia y profunda: anunciar a Cristo y vivir la verdad del evangelio en cualquier contexto histórico.


Jesús mismo lo expresó con claridad frente a Pilato: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36). Esto no significa indiferencia ante la injusticia ni aislamiento del mundo, sino recordar que ninguna ideología, ya sea revolucionaria o conservadora, puede capturar plenamente la verdad del Reino. Allí donde la Iglesia se subordina a un bando político, pierde su voz profética; cuando se mantiene fiel a su Señor, puede iluminar a todos por igual.

¿Qué dice la Biblia realmente? ¿Izquierda o derecha?

Textos usados por la “izquierda”


A lo largo de la historia, distintos grupos han intentado leer la Biblia a través de lentes ideológicos. Unos han querido ver en ella un manifiesto de izquierda, otros un respaldo a la derecha. Sin embargo, ambas lecturas corren el riesgo de forzar el texto bíblico para ajustarlo a categorías políticas que le son ajenas. La Escritura tiene un horizonte más amplio: revela la justicia de Dios, que no cabe en esquemas humanos.


Hechos 2:44-45: “Todos los que habían creído… tenían en común todas las cosas”. En este pasaje se describe la vida de la primera comunidad cristiana en Jerusalén. La exégesis muestra que no se trata de un sistema económico, sino de un gesto de koinonía —comunión fraterna y espiritual— que se expresaba en generosidad voluntaria. Nadie imponía colectivismo; más bien, el amor llevó a compartir los bienes. Interpretar esto como justificación del comunismo moderno es incurrir en anacronismo histórico: leer a Marx en Lucas.


Isaías 1:17: “Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda”. Aquí Isaías denuncia la hipocresía de un pueblo que ofrecía sacrificios mientras ignoraba a los vulnerables. El llamado profético no es a crear un Estado benefactor, sino a que el pueblo de Dios encarne la justicia. Desde la filosofía, podríamos ver aquí lo que Kant llamó el “imperativo categórico”: actuar de modo que tu conducta sea justa y universalizable. La fe bíblica no evade la justicia social, pero tampoco la reduce a una política pública: la sitúa en la transformación del corazón que se traduce en actos concretos.


Lucas 4:18: “El Espíritu del Señor está sobre mí…”. Jesús cita Isaías 61 al iniciar su ministerio. La liberación que anuncia no es meramente política, sino mesiánica y escatológica: anuncia el jubileo de Dios, el fin último de la opresión del pecado y la restauración de la creación. Ver aquí un programa marxista equivale a leer a Platón buscando neoliberalismo: una deformación interesada del texto.


Estos pasajes muestran que, si bien la Biblia inspira sensibilidad hacia los pobres y llamados a la justicia, no puede ser reducida a una agenda ideológica. El Reino de Dios no se ajusta a los moldes de izquierda o derecha: los trasciende, corrige y cuestiona. La verdadera pregunta no es si la Biblia es “progresista” o “conservadora”, sino si estamos dispuestos a dejar que ella, y no nuestra ideología, marque el horizonte de nuestra vida y de nuestra política.

Textos usados por la “derecha”

A lo largo de la historia también se han utilizado pasajes bíblicos para respaldar posturas conservadoras o de derecha. Sin embargo, al igual que en el caso de la “izquierda”, muchas veces estas lecturas absolutizan un contexto limitado o transforman principios espirituales en dogmas ideológicos.


2 Tesalonicenses 3:10: “El que no trabaje, que no coma”. Este pasaje surge en un contexto muy concreto: algunos cristianos en Tesalónica habían dejado de trabajar convencidos de que la inminente venida de Cristo hacía innecesarias sus labores cotidianas. Pablo los exhorta a la responsabilidad, no a diseñar un sistema económico capitalista. Tomar este texto como regla universal de política social es cometer lo que Aristóteles llamaría un sofisma por accidente: extender indebidamente un principio particular a todos los casos.


Éxodo 20:15: “No robarás”. El mandamiento protege la propiedad, pero dentro de un marco teológico más amplio: “La tierra es mía —dice el Señor—, y vosotros sois forasteros y peregrinos conmigo” (Levítico 25:23). La propiedad es legítima, pero relativa. Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (II-II, q.66), enseñaba que si bien la posesión privada es útil para la administración y el orden social, su uso debe orientarse al bien común, porque toda la creación pertenece a Dios. Este equilibrio impide tanto el colectivismo radical como el individualismo absoluto.


Romanos 13:1: “Sométase toda persona a las autoridades superiores”. Pablo escribe en un contexto de persecución y desorden, exhortando a los cristianos a no provocar rebeliones innecesarias. El texto no es un cheque en blanco para justificar tiranías. La tradición reformada lo entendió bien: Calvino, en su Institución de la Religión Cristiana (IV,20), afirmó que los magistrados tienen límites y que es legítima la resistencia contra un poder que se vuelve opresor. En la historia moderna, Dietrich Bonhoeffer encarnó esta lectura: obedecer a Dios lo llevó a resistir activamente a Hitler.


Estos pasajes recuerdan que la Biblia tampoco puede ser convertida en bandera de un programa económico liberal o de un nacionalismo acrítico. El evangelio llama a la responsabilidad personal, al respeto mutuo y al orden social, pero siempre subordinado al señorío de Cristo y a la justicia divina. Usar estos textos como armas ideológicas es tan reduccionista como leerlos en clave marxista.


El mensaje central es claro: la Palabra no pertenece a la izquierda ni a la derecha; juzga a ambas. Su autoridad trasciende nuestras categorías, y su propósito no es sostener ideologías humanas, sino conducirnos al Reino de Dios.

La fe no cabe en etiquetas ideológicas

Cristo fue incómodo para todos los poderes. Para Roma resultó subversivo porque proclamaba un Reino que relativizaba la gloria imperial. Para el Sanedrín fue blasfemo porque desbordaba los límites de la tradición religiosa. Si Jesús hubiera sido de izquierda, lo habrían reducido a un simple revolucionario; si de derecha, lo habrían visto como un legalista más. Pero Jesús trascendió esas categorías: su Reino no podía ser encasillado en etiquetas humanas.


La derecha suele enfatizar el orden moral, la disciplina y la defensa de la tradición. Pero muchas veces lo hace olvidando la misericordia, como los fariseos que diezmaban hasta la última hierba, pero descuidaban “la justicia, la misericordia y la fe” (Mateo 23:23). Cuando absolutiza la ley sin amor, se convierte en un moralismo árido.


La izquierda, por su parte, suele poner el acento en la justicia social y la liberación de los oprimidos. Pero también puede olvidar la santidad y la dimensión trascendente, como ocurrió en revoluciones que en nombre de la igualdad terminaron instaurando dictaduras. Cuando absolutiza la justicia sin verdad, cae en nuevos ídolos.


Agustín, en La Ciudad de Dios, interpretó la historia como el conflicto entre dos amores: el amor a Dios (amor Dei) y el amor desordenado a sí mismo (amor sui). Cuando derecha o izquierda absolutizan sus propios principios, acaban prisioneras del amor sui, buscando la gloria del hombre antes que la de Dios. Solo Cristo encarna el equilibrio perfecto: une justicia y misericordia, verdad y gracia, santidad y compasión.


La fe, entonces, no cabe en etiquetas ideológicas. El evangelio no se acomoda a las agendas del poder, sino que las cuestiona y las purifica. No se trata de escoger entre derecha o izquierda, sino de dejar que el Reino de Dios ilumine ambas, corrigiendo sus excesos y recordando que “su Reino no es de este mundo” (Juan 18:36).


Idolatría ideológica: la eiségesis política

Cuando la fe se convierte en sirvienta de la ideología, no estamos ante un simple error hermenéutico, sino ante idolatría. La Escritura, en lugar de ser escuchada, es forzada a repetir consignas humanas: la eiségesis política sustituye la voz de Dios por la del partido.


Karl Barth lo entendió con claridad en medio del ascenso del nazismo. En 1934, junto con otros teólogos, redactó la Declaración de Barmen, proclamando que la Iglesia pertenece solo a Cristo y no puede someterse al Führer ni a ningún poder terrenal. Fue un acto de resistencia teológica frente a un régimen que pretendía usar símbolos cristianos para legitimar su ideología totalitaria.

El error de fondo es invocar a Dios como “autoridad suprema” para santificar agendas humanas.


Es confundir lo absoluto con lo relativo, lo eterno con lo contingente. Usar la Biblia como pancarta partidaria es como usar una brújula para jugar al fútbol: el instrumento es verdadero y útil, pero completamente pervertido en su propósito. La idolatría ideológica no distingue colores: puede teñirse de rojo revolucionario o de azul conservador, pero en ambos casos desplaza a Cristo del centro. La fe no puede ser convertida en herramienta de propaganda. Su misión es proclamar el Reino de Dios, que juzga a todas las ideologías, desenmascara sus ídolos y recuerda que solo a Cristo pertenece la última palabra.

¿Qué hacer como cristianos?

Ante la tensión entre política y fe, la respuesta no es retirarse del mundo ni someterse a ideologías, sino vivir una vocación fiel al evangelio en medio de la historia.


Crítica profética. Como Amós clamó en el siglo VIII a.C., “corra el juicio como las aguas y la justicia como impetuoso arroyo” (Amós 5:24). El cristiano está llamado a denunciar la injusticia, venga del poder que venga, sin importar colores partidarios. La voz de la Iglesia no debe ser eco de un bando, sino trompeta que incomoda a todos cuando se apartan de la verdad.


Discernimiento espiritual. Juan advierte: “Probad los espíritus, si son de Dios” (1 Juan 4:1). No todo discurso que invoca a Dios es genuinamente bíblico. La fe necesita discernir entre lo que es palabra profética y lo que es manipulación religiosa. En tiempos donde se levantan falsos mesianismos políticos, el discernimiento es un escudo contra la idolatría ideológica.


Fidelidad a Cristo. Pablo recuerda: “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20). Esto no significa desentenderse de la patria terrenal, sino ordenar las lealtades: el cristiano es ciudadano del Reino antes que del Estado. Esta fidelidad relativiza todo poder humano y nos recuerda que ninguna bandera debe suplantar la cruz.


Acción transformadora. El Reino de Dios no avanza por decretos ni por imposiciones, sino por el testimonio fiel de hombres y mujeres transformados. William Wilberforce impulsó la abolición de la esclavitud movido por su fe, no por una ideología partidista. Martin Luther King Jr. luchó por los derechos civiles desde la convicción de que todos somos iguales ante Dios, no desde un programa político. En ambos casos, la fuerza no vino de la ideología, sino del evangelio hecho vida.


Así, la tarea cristiana no es ser “izquierda” ni “derecha”, sino encarnar el Reino que trasciende y purifica todas las categorías humanas.


Ejemplos históricos: luces y sombras

La historia de la Iglesia es un espejo con claroscuros, donde la fe ha brillado como fuerza transformadora, pero también ha sido oscurecida cuando se ha puesto al servicio del poder.


Luz

La fe cristiana inspiró la lucha de William Wilberforce y el movimiento abolicionista en Inglaterra, que logró erradicar la esclavitud en el siglo XIX. En la Edad Media, la misma fe dio origen a hospitales, universidades y orfanatos, instituciones que sentaron las bases de la cultura occidental. En el siglo XX, Martin Luther King Jr. lideró el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, armado no con violencia, sino con la fuerza profética del evangelio de la igualdad.


Sombra

No faltan, sin embargo, episodios dolorosos. Las cruzadas confundieron el Reino de Dios con la expansión territorial, bañando la cruz en sangre. La Inquisición persiguió y castigó en nombre de la “verdad”, desfigurando el mensaje de Cristo. En América y Europa, muchas iglesias llegaron a justificar la esclavitud, olvidando que en Cristo “ya no hay esclavo ni libre” (Gálatas 3:28). Más recientemente, no pocas comunidades cristianas se aliaron con dictaduras militares en América Latina, traicionando su vocación profética.


La lección es clara: la fe es transformadora cuando sigue a Cristo, pero se vuelve destructiva cuando se subordina al poder. La Iglesia no está llamada a ser instrumento de ideologías, sino testigo del Reino que juzga a todos los poderes y ofrece esperanza a los pueblos.


Reducir la fe a las categorías de izquierda o derecha es traicionar su esencia. La izquierda tiende a absolutizar la justicia, pero muchas veces lo hace sin santidad; la derecha absolutiza la moralidad, pero con frecuencia olvida la misericordia. Cristo, en cambio, encarna la plenitud: justicia que defiende al oprimido, misericordia que restaura al caído, santidad que revela la gloria de Dios y verdad que ilumina a todos.


Stanley Hauerwas lo expresó con radicalidad: La Iglesia no tiene una política. La Iglesia es una política. Esto significa que la comunidad cristiana no es un bloque parlamentario más, sino una forma de vida alternativa que muestra al mundo otra manera de entender el poder: no como dominio, sino como servicio.


El cristianismo no es un apéndice del Estado ni una ideología con crucifijos. Es un Reino que juzga a todos los imperios y que no se deja domesticar por banderas humanas. Tertuliano lo proclamó con valentía frente a Roma: Al César lo que es del César, pero el alma es de Dios. Esa confesión sigue marcando la diferencia: el poder puede reclamar impuestos, obediencia civil y lealtad patriótica, pero nunca puede apropiarse del corazón, porque este pertenece al Señor.


El cristianismo, entonces, no cabe en etiquetas ideológicas. Está llamado a ser sal y luz, voz profética y comunidad de esperanza, testimonio de un Reino que no se construye con las armas del mundo, sino con la cruz de Cristo.












Nota final del autor

Este blog no pretende deslegitimar la participación política de los cristianos, sino advertir del peligro de convertir la Biblia en bandera ideológica. La fe debe inspirar justicia, santidad y amor, no partidarismos. La invitación es a una reflexión crítica, histórica y bíblica, para que cada lector, desde su disciplina (sociología, filosofía, periodismo, teología, etc), pueda reconocer que Cristo trasciende todas las banderas humanas.

 
 
 

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