El problema de los anteojos "Cosmovisión, conocimiento y subjetividad en la posmodernidad".
- bolfrangodoy
- 20 abr 2024
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 12 jul

Es difícil ver lo transparente.
Julio Cortázar

La epistemología es la rama de la ciencia que reflexiona sobre la forma en la que vemos el mundo. Cada cultura tiene sus características y carencias, sus búsquedas y huecos, sus intereses y desintereses. Cada contexto es como un par de anteojos a través de los cuales miramos la realidad. Mirar el mundo con anteojos es verlo con ciertos matices, aumentos y bordes. Todos nacimos detrás de un par de anteojos y esto representa tanto una posibilidad como una limitación.

Cada época tiene, en palabras de Umberto Eco, sus propias metáforas epistemológicas. A través de ellas, comprendemos en qué consiste el espíritu de una época, cómo se percibe el mundo, cuáles son los enfoques y las tendencias. Descartes imaginaba el mundo como un espacio blanco y vacío, una tabula rasa. A partir de ahí, la razón podía guiarlo a conocer el resto de las cosas; primero el pensamiento y luego, a través de él, el descubrimiento de la propia existencia y del resto del mundo. Me imagino a los sofistas, a los que tanto odiaba Platón, como actores de teatro que montaban una obra muy creíble pero también muy falsa; de esta forma demostraban su idea de que el mundo es una trampa para los sentidos. El Renacimiento explotó recurrentemente la metáfora del buen príncipe. La epistemología de Émile Zola y los escritores naturalistas franceses del siglo XIX podría representarse a través de un hombre atrapado en sus circunstancias; está condenado a su destino y a la miseria. Howard Hughes es una buena metáfora del pragmatismo norteamericano: un millonario emprendedor que logra lo imposible, que desafía todos los límites, incluso si eso lo lleva a rozar la locura.
Si tuviera que pensar en una metáfora epistemológica de nuestra época, se me ocurren inmediatamente las secuencias finales de El Club de la pelea (The Fight Club), la película dirigida por David Fincher. Luego de golpizas brutales, de planificar atentados y hacer jabón con grasa humana, el moribundo Edward Norton contempla la ciudad desde la cima de un edificio junto a su disfuncional y confundida novia. Toda la trama de la película los condujo a ese momento sublime en el cual, como un acto poético y con inmenso placer, observan el derrumbe de enormes edificios.
La imagen de Fincher es elocuente: todas las estructuras que sustentaron nuestro estilo de vida se rompen en mil pedazos. Y nosotros, los habitantes de este nuevo milenio, tenemos el horroroso privilegio de observar el derrumbe de los grandes relatos como si fuera un poema épico. El Club de la pelea inaugura en el cine la era del nihilismo colectivo, la fe en la nada. El arte y la filosofía de la posmodernidad, que corren por libros sombríos y por luminosas canciones de pop, transportan el germen de la de(con)strucción de todas las cosas. Nuestra era no para de hablar de los anteojos que llevamos puestos. El debate epistemológico está en todos lados: en la televisión, en los pasillos de las oficinas, en las redes sociales, en las aulas. La gente no para de repetir, incluso sin saberlo, las opiniones de Foucault, Bourdieu, Derrida, Lyotard, Althusser, Vattimo, Deleuze, Gadamer, Dilthey y el resto de posestructuralistas, nihilistas, postmarxistas y heideggerianos. La metafísica ha sido destruida, dicen. El ser humano es un bichito encerrado en las paredes del enorme universo. No existe ningún fundamento, es imposible agarrarse de algo.
De Nietzsche aprendimos que Dios ha muerto, que toda especulación sobre la trascendencia o el sentido de la vida es un consuelo de tontos. El dramaturgo y político checo Václav Havel dijo que esta ausencia de lo divino fue también el puntapié que nos condujo a semejante angustia.
Creo que con la pérdida de Dios, el hombre ha perdido un tipo de sistema absoluto y universal de coordenadas con el cual siempre pudo relacionar todo, especialmente él mismo. Su mundo y su personalidad comenzaron gradualmente a dividirse en fragmentos aislados e incoherentes que corresponden a coordenadas diferentes y relativas.

Los existencialistas nos enseñaron a aceptar cínicamente la realidad tal cual nos toca sin más explicaciones; el mundo no es más que un desastre que gira alrededor del sol. El deconstruccionismo exacerbado nos enseñó que no hay lógica en la realidad; todo es arbitrario, todo es una trampa hecha con lenguaje y para beneficio de alguien. Hegel nos dijo que el sentido de la historia es relativo y Foucault fue más allá al decir que toda categoría es historizable: no existe una verdad absoluta que trascienda la historia, todo argumento solo es válido en el tiempo histórico en el que surge.
Hubo un tiempo en el que la gente podía sostener con toda honestidad y sin mucho esfuerzo la existencia de argumentos verdaderos. Hoy ya no es tan fácil. Occidente se quemó con leche por demasiados siglos y por eso huye cada vez que la vaca de la verdad se acerca. No hay una ética común porque no toleramos a nadie encima de nuestras cabezas que nos diga qué es lo bueno. Y como Novalis supo decir, «donde no hay dioses reinan los fantasmas». Nadie se anima a adjudicarse la verdad ya que vivimos en el tiempo en el que «nada puede ser dicho como verdadero», donde toda verdad es precaria, nada más que una «ilusión útil».
El problema de los anteojos ya no es una situación propia de la academia o de los filósofos. Ha sido adoptado por toda una sociedad que convirtió sus mayores ilusiones en una serie de decepciones manufacturadas. La dolorosa conciencia de la ignorancia e incertidumbre en la que vivimos está presente cada vez que alguien dice, como al pasar: «eso es relativo», «cada uno tiene derecho a su opinión» o «es solo tu punto de vista». Nuestra época «descubrió» la subjetividad. Y todo el entusiasmo que esto despierta resulta llamativo si recordamos que los sofistas, hace más de dos mil cuatrocientos años, sostenían argumentos similares. Afirmar hoy la subjetividad de todo discurso, los condicionamientos históricos o la imposibilidad de una comprensión definitiva, suele ser menos una declaración de principios que un giro retórico. El lema de Sócrates («solo sé que no sé nada») está de moda. La afirmación de una relatividad absoluta (he aquí la paradoja) se predica en la posmodernidad de manera mecánica y hasta inconsciente. En el Prólogo de su obra magna, Temor y temblor, el filósofo danés Søren Kierkegaard denunció la superficialidad con la que solemos afirmar algo tan perturbador como «todo es relativo»:
Aquello que los antiguos griegos, algo conocedores de filosofía, adoptaban como tarea de toda una vida, porque la práctica de la duda no se adquiere en pocos días o pocas semanas; el término al cual llegaba el viejo luchador ya retirado de los combates, después de haber guardado el equilibrio de la duda en medio de todas las asechanzas, después de haber negado infatigablemente la certeza de los sentidos y del pensamiento, después de haber arrastrado sin cobardía los tormentos del amor propio y las insinuaciones de la simpatía; esta tarea es la que sirve hoy como iniciación para todos.

Vivimos, como propone Ricardo Piglia, en un «dogmatismo de la incertidumbre». Es cierto que en el pasado apenas se tenía en cuenta el contexto del que surgían las verdades; también es cierto que hoy nos cuesta mucho ver más allá del contexto.
Cada época ve, como puede, el vaso medio vacío o medio lleno. Cuando nuestra cosmovisión está llena de esperanza, nos sentimos seguros y todo parece aumentar esa confianza. Es lo que sucedió con la teología en la Edad Media, con el racionalismo de la Ilustración, con la ciencia en el tiempo del positivismo y con la tecnología a mediados del siglo XX. Los cristianos tendemos a proyectar ese vaso lleno en Dios; por eso, en esos tiempos de ilusión y confianza, parecía innegable que Dios hablaba con mucha claridad, con palabras muy específicas y bastante coherentes con el espíritu de la época. La iglesia solía describir el camino a Dios como algo pautado, sencillo, evidente.
Por el contrario, cuando nuestra cosmovisión sufre profundas decepciones, proyectamos esa desilusión en todas las cosas. El vaso está vacío y pareciera que todo conspira en contra de nuestra posibilidad de entender el mundo. Es lo que experimentaron los artistas del barroco al chocarse contra sus limitaciones, lo que vivieron los románticos cuando entendieron que el racionalismo no explicaba muchas cosas, lo que sintieron los artistas de vanguardia al tener que hablar entre los ruidos de las dos guerras mundiales, y es ciertamente lo que nos pasa hoy en esta crisis de las instituciones y los grandes relatos que llamamos posmodernidad. En todas esas instancias, los cristianos también hemos proyectado en Dios la frustración que nos provoca un mundo que no entendemos. Quizá seguimos manteniendo ciertas verdades fundamentales del Credo pero no dejamos de hablar de la enorme incapacidad que tenemos para entender su voluntad y su voz, e intentamos por todos los medios no caer en dogmatismos.
Pocas cosas son tan molestas como tener que revisar nuestros anteojos. Lo transparente es lo más difícil de ver. Es un esfuerzo enorme poner en duda lo que nos resulta obvio. Y ciertamente: lo que era evidente para nuestros abuelos (eso que hoy nos parece imposible de creer) no es lo mismo que hoy consideramos evidente. Dudar de los anteojos es animarse a romper la ilusión de que no hay interferencia entre nuestros ojos y la realidad. Desconfiar de nuestros anteojos nos llena de temor. En la película Matrix, el traicionero Cypher tiene tanto miedo de cuestionar «el mundo que fue plantado ante tus ojos para esconderte la verdad» que prefiere negar todo, incluso si eso significa traicionar a los suyos. Al igual que él, nosotros también nos debatimos entre la curiosidad y el miedo a lo que podemos encontrar si escarbamos lo suficiente.
Nadie disfruta de analizar los fundamentos de sus opiniones. Es difícil «repensar las consecuencias de una verdad evidente, demasiado evidente, acaso, como para que uno la perciba siempre con claridad». Pero antes de poder decir con honestidad cualquier cosa sobre la fe, sobre lo que somos, hacemos, pensamos o queremos, es necesario preguntarse por los anteojos. Esa pregunta afecta a todas las respuestas. Lo que pensamos de nosotros mismos, de Dios, de los demás, del tiempo o el espacio, la verdad o la muerte, siempre se sostiene en una serie de conclusiones o intuiciones previas. Lo más obvio del mundo nunca es obvio.

El triunfo de la Revolución Francesa marca simbólicamente el fin del estilo de vida del Medioevo, que se organizaba en torno a ciertas estructuras sociales y religiosas de procedencia cristiana. A partir de entonces, y quizá como un ajuste de cuentas por los excesos anteriores, el cristianismo ha sido objeto de menosprecio e incluso de censura en muchos ambientes. Bajo la bandera de la Razón, el Iluminismo afirmó que no hay argumentos racionales detrás de la experiencia religiosa. Augusto Comte ordenó estas ideas cuando propuso que la historia de la humanidad puede dividirse en tres momentos o estadios: el teológico primero, el metafísico después y finalmente el positivo. El progreso se volvió entonces la piedra angular del positivismo; el instinto religioso se volvió un apéndice primitivo, un obstáculo a ser superado en el camino de la maduración de la especie.
Se construyeron así grandes bloques de contradicciones: fe o razón, religión o ciencia, ideología o verdad, conocimiento verdadero o falsa conciencia. Muchas de las mentes más sobresalientes de la ciencia y la teología de los siglos XVIII y XIX se vieron atrapadas en esta batalla entre diferentes concepciones de progreso. Pero llegó el siglo XX con su desilusión, su hambre, sus Guerras Mundiales y su relatividad; cuando los ideales de la Razón y el progreso mostraron sus fisuras, algunos fueron notando que la contradicción entre la «verdad científica» y la «ideología religiosa» era artificial e inadecuada porque no daba cuenta de la complejidad de la realidad.
Ya a finales del siglo XIX, el austríaco Ernst Mach afirmaba que no existen tales cosas como «las leyes de la naturaleza», ya que solo son «un producto de la necesidad psicológica que sentimos de volver a encontrar nuestro camino en la naturaleza, de no permanecer ajenos y confusos ante esos fenómenos». En el mismo espíritu, muchos epistemólogos contemporáneos critican el lugar que la Ilustración dio a la Razón como el único fundamento posible de una cosmovisión válida. Uno de estos epistemólogos es Paul Feyerabend, quien sostiene que la ciencia no es lógica ni sistemática, como se suele creer, sino más bien creativa y anárquica. El racionalismo y la ciencia son una secta, dice Feyerabend, y son incluso peor que el resto, ya que tienen pretensiones totalitarias. La creatividad es vista como un acto natural: no es posible conocer el mundo sin creatividad. Mientras leemos la realidad, la vamos construyendo; mientras procesamos el mundo, lo vamos creando.

Los debates epistemológicos nos enseñan que siempre creemos en algo. La oposición moderna entre fe y ciencia ya no es un problema; la confianza en la ciencia también es un tipo de fe. Toda vida sobre la tierra implica una creencia: puede ser que Dios existe a pesar de las evidencias en su contra; puede ser que Dios no existe a pesar de los rastros que algunos afirman ver. La fe que tenemos en el funcionamiento del mundo nos permite vivir y relacionarnos con nuestro entorno. Incluso cuando criticamos algunas de las conclusiones que se desprenden de nuestra cosmovisión, nunca dejamos de recurrir a otros elementos de la misma cosmovisión. En el sentido más filosófico y también en el más práctico, la vida sin fe es algo imposible.
No voy a negarlo: la cosmovisión del cristianismo y la de cualquier otra fe que predique algún tipo de trascendencia está fuertemente influenciada por la voluntad de encontrar sentido a la existencia. Vivir creyendo que existe algo más que nosotros mismos cambia considerablemente nuestras percepciones de la realidad: veremos esperanza donde otros observarán vacío, veremos propósito donde otros percibirán puro azar. Pero lo mismo es cierto sobre la idea contraria: pensar que Dios no existe, que no hay trascendencia, que toda experiencia espiritual es nada más que sugestión también es una hipótesis previa, una especie de lente que afecta las percepciones.
En Juan 17:7 NVI, Jesús afirma: «El que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta». El problema del conocimiento, podríamos parafrasear hoy, no pertenece al ámbito del intelecto sino, a fin de cuentas, al ámbito de la voluntad. Ver el vaso medio vacío o medio lleno también es una cuestión de actitud. El mundo no es complejo ni simple, feliz ni infeliz, lógico ni absurdo; somos nosotros los que le ponemos rótulos. Después de siglos de discusión, la epistemología ha vuelto a prestar atención al libre albedrío. Decidir por Dios o por la nada es también una cuestión de voluntad. Creer que no existe ningún Dios sobre nuestra cabeza es un condicionante tan fuerte como la hipótesis de una divinidad… ¿o quizá más?
Autor: Lucas Magnin








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